Sintió el frío del invierno en su piel. Subíó la cremallera de su anorak con desesperación, buscando el calor escondido de su cuerpo. Seguía siendo perseverante hasta en su vestimenta. No soportaba los jerseis de cuello alto. No soportaba las bufandas ni los gorros atrapando su delicado cabello entre los lienzos de lana que se formaban a su alrededor. Y su madre se lo tenía dicho: hace frío, abrígate, no salgas tan fresca a la calle, que te resfriarás. Pero seguía adelante, mirando el reloj detenidamente como queriendo abrazar el tiempo para saborearlo mejor.
Esas mismas palabras se las había dicho hacía un momento a su hijo cuando deambulaba a paso rápido por el paso peatonal que conducía a la plaza del ayuntamiento. Pero no creía en esas palabras, en sus propias mentiras lanzadas al azar, sin compasión, a su hijo, a ese hijo que había heredado sus mismos rasgos, su misma mirada, su misma capacidad de seducción emitida en un mínimo movimiento de ojos, de él, no de ella, de ese “él” que la desconcertaba, que la atraía, que la ahogaba. Ése al que tanto deseaba, y al que tanto odiaba, también.
Y ése era el castigo que la acechaba. Ése era el dolor que la atemorizaba día a día, manifestado en su presencia, su constante rostro clavado en su sien, desesperadamente eterno en los rincones de su atolondrada memoria. Pero que ya no permanecía allí, se había desplazado al incierto vacío de la nada que embargaba su vida y su corazón. Ya no volvería, no, ya no se enfrentaría a sus brazos expectantes de pasión, no, ése era el maldito pretexto que empleaba ella para no vivir, para absorber las emociones cotidianas que le llevaban hasta él, apagándose lenta pero vertiginosamente en su interior.
Y es que todo empezó un mes de junio nueve años atrás, en los inicios del sofocante verano que invadía la ciudad por entonces. María acostumbraba a hacer la compra semanal el jueves, a media mañana, cuando el termómetro era lo suficientemente honrado para permitir el exceso de carga atrapando su cuerpo, derretido ya por el cansancio y el sudor. Y repetía incansablemente el recorrido hacia su casa sumida en sus pensamientos, reparando en la huella que un desconocido había dejado impresa en ella. Hacía días que no le veía. Le inquietaba saber de él. Era un hombre que la transportaba a lugares de ensueño, que la hacía soñar día a día con lo más perverso de su ser, en un sumiso silencio acompañado de una ardiente sensación de inquietud en su interior. No le conocía, no habían intercambiado nunca una palabra, pero sus tímidas presencias se habían encontrado ya en alguna ocasión. Le atraía enormemente su mirada, esos ojos negros vestidos de intriga, de misterio, de algo de desazón. Y su piel morena, incluso su sonrisa, de labios gruesos, empapados de sabores de lugares lejanos donde quizá se pierde el sol, le llegaba muy adentro, le seducían, y le mataban, de obsesión. Hacía días que no le veía y se consternó de repente al divisarlo solo, postrado en la cera de enfrente hablando con alguien a través del móvil. Se extrañó de verlo así, sin su atractiva mujer que le seguía los pasos siempre, siempre, como pegada a su talón. Y se extrañó de ver la alegría en su cara, de apreciar en él el interés, y de verlo acercarse hasta ella despacio, muy despacio. Ella quiso bajar los ojos, quiso hacer desaparecer esa mirada que tanto la sobrecogía, pero la buscaba también, la esperaba, suplicante, se desvivía por volverla a ver. Y entonces él la saludó con voz grave, varonil, intensa, penetrante, y le regaló una sonrisa, pero emitida con los ojos, con esos ojos de su hijo, negros, fulminantes, como prisiones que encierran el pecado de lo prohibido pero también de la fe.
Le tendió la mano para ayudarla con el peso que llevaba y ella agradeció con una sorda palabra el gesto amable de él. No supo qué decir, qué hacer, tan solo esperaba la llegada de su mujer. Shamir la quiso acompañar a casa. No dudó en llevarle la compra y mostrarle el perfume del deseo de los dos. Y ella se dejó llevar, harta del sufrimiento del calor de fuera y del vacío de su triste hogar donde hacía tiempo que no entraba la locura del amor que está lejos de florecer.
Se sintió perder en su profunda agonía pero deseaba tanto recorrer aquél trecho con él… que subió acelerada las escaleras del segundo piso escuchando sus pasos firmes tras ella. Titubeó un momento al introducir la llave en la cerradura y de nuevo se sintió desmayar sabiendo lo que iba a ocurrir, pero deshojó sus legañas aprisa soltando las bolsas que aún quedaban en su poder.
Se giró y allí estaba, esperando su premio y descubriéndola al nacer. La miraba casi insultándola, parecía no querer nada más para él pero la repasaba con cautela anunciando su querer. Ella se impacientaba, no sabia si era ella la que debía hacer lo dejado para el atardecer o esperar que empezara él. Le siguió suspirando con el silencio y se acercó muy lentamente hacia donde se encontraba. Probó el olor de su rostro, escuchó el sonido de su morena piel acercándose al suyo, bebiendo de él. Con un beso ya lo tendría todo pero al pegar sus labios observando los de él fue tan grande la emoción que le brindó que se sintió arrastrada hacia su piel. Sus besos la extasiaban, eran tan profundos cada vez que se sintió como mareada de sentir eso por él. Notó sus manos calientes que la levantaban, que la sujetaban con firmeza, acariciándola con sus dulces yemas pero salvajes a la vez. Sintió desahogarse su sujetador y envolverse todo su tórax al vibrante torso de él, mientras se buscaban, vestidos con el miedo a entorpecer. Seguían de pie, y en esa justa posición las ropas empezaron a caer veloces al suelo. Ya nada quedaba entre ellos dos más que el deseo, el deseo de meter la esencia de cada uno en el tierno gesto del gozo y la miel.
Ahora también hablaba. Le decía lo mucho que la deseaba, desde la primera vez que la vio, envuelta en aquella camiseta negra escotada que dejaba traslucir unos pechos grandes y hermosos, preparados para ser tocados y amados con pasión. Le decía que imaginara el placer que estaba dispuesto a darle, una y otra vez, hasta perder el sentido de tantos orgasmos guardados en lo más profundo de su ser. Quería amarla, masturbarla, follarla, darle todo su ser como nadie lo hubiera hecho antes, sintiéndola vital, enérgica, loca, arrollada por la desesperación del amor. Y eso es lo que pretendía hacer en ese momento, despojarla de la timidez y del control. Se iba a entregar a su alma como nunca nadie hubiera hecho antes, se lo juraba, con ojos mojados del enigma de la pasión.
Y ella se sintió morir del goce de tanta expresión. Se dejó llevar por esos besos nuevos, que la mecían y la estremecían de dolor. Sintió sus manos de nuevo, buscando entre su pirámide de calor, y empezó a sentir un goce extremo, la antesala de la máxima fusión de dos cuerpos ardientes, necesitados de calor.
Casi en sueños, desearía ahora agarrarle fuertemente del pantalón temiendo su huída, impidiéndole a su slip recoger tan bien a su miembro viril, que roza casi la perfección. Y desearía asimismo detenerse en rozar su vello pubico primero, para acariciarle salvajemente su sexo después, mientras besa sus labios apasionadamente con su lengua susurrándole el deseo otra vez, suplicándole que la folle ahí mismo, de pie, en su desnudez, sin más juegos absurdos, sintiéndole cerca, muy cerca, y muy dentro de él. Dedicaría por entero su tiempo en mecer rítmicamente con su boca su soberbio pene para acariciar al mismo tiempo sus delicados testículos y ver cómo se retuerce de placer; al tiempo que ante el estallido inminente de su gozo cogería su miembro y lo introduciría dentro, muy adentro, ¡¡¡sí!!! de su sexo femenino bien abierto y húmedo, apreciando bien su dureza en ella, sintiendo cómo gime de placer; y se mueve frenéticamente, ¡¡oh, por favor, sí!!, implorando que se mueva así, que no pare de buscar cobijo en lo más profundo de su madurez, y que rodee con sus grandes manos sus dulces pezones enhiestos y excitados por él. Un salvaje abrazo acogería su primer gemido desgarrador anunciando el orgasmo que él disfruta abiertamente uniéndose su voz al son del desgarro de placer de ella que conduce a otro abrazo que sella su unión, lo íntimo del disfrute que han sembrado entre los dos… es eso lo que le haría ahora mismo si pudiera, pensó.
Miró a ese hijo que había heredado sus mismos rasgos, su misma mirada, su misma capacidad de seducción emitida en un mínimo movimiento de ojos, de él, de ese “él” que la había desconcertado una única vez, que la atrajo, que la había ahogado para siempre. Ése al que tanto deseaba, y al que tanto odiaba, ayer, pero también hoy. Y sintió como nunca, hoy más que ayer, el frío del invierno en su piel.
Rocío Ávila, Rubí, 13/2/2008
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