El estruendo del despertador la sobresaltó dejándola expectante. No sabía en qué lugar se encontraba, quién era ella y qué hora era. Miró aturdida hacia la ventana de su habitación y distinguió los primeros rayos de sol introduciéndose despacito por entre las rendijas de la persiana. Las siete de la mañana. Era temprano aún. Bostezó para preparar su rostro para el nuevo día que se le avecinaba, y puso un pie sobre el suelo. Una de sus zapatillas había ido a parar misteriosamente a la otra esquina del cuadrado perfecto que formaba su habitación. Él se había ido ya, no le había dado ni tan siquiera un adiós. Frunció el ceño dirigiéndose al salón, donde tenía tapado su canario para que dormitara mejor.
Nunca le habían gustado los cumpleaños, le producían mal humor. Este año no iba a ser una excepción. Se acercaba a los cuarenta y eso le recordaba que aún tenía muchas cosas por hacer en esa alocada vida que llevaba, sometida a tanta presión. Recordó cómo disfrutaba de ese día en tiempos pasados, cuando organizaba grandes fiestas con su círculo de amigos y se divertía de verdad, no como ahora que tan solo era una ilusión. Le vino a la mente el 8 de febrero del año anterior. Esperaba ansiosa el regalo que Luís le traería y no se percató que él ya no pensaba en esas cosas, se había deshecho de una preocupación. Qué triste le parecían ahora aquellos momentos vividos junto a él, añorados ahora y repletos de decepción. De nada había servido colgarle post-its por todo lo largo y ancho de su escritorio recordándole ese día tan importante para ella. No había ninguna muestra de su amor.
La cafetera aulló derramando un poco de su contenido en la vitrocerámica marca Bosch. Y entonces reparó. Si, le había dejado una nota, ¡qué ilusión! Se acercó un poco más a ver qué clase de mensaje contenía aquél papel descolorido ya por el sol: “Te deseo un feliz día, mi amor. Quiero que en mi ausencia disfrutes, de corazón. Te quiero. Luis”. Se sintió algo extrañada del tono de aquella misiva, y vio un sobre acompañando aquellas palabras. Lo abrió, lo observó y pensó. Un centro de estética, una cita a las 15:00h., preguntar por Silvia. “Ummm”, exclamó, “¿qué clase de regalo era ese? ¿Una depilación, una manicura, una pedicura-tinte de color?”. Miró de nuevo la hora y corrió hacia el vestidor. No tenía respuestas pero algo le corroía en su interior. Se vistió rápidamente, se maquilló y salió zumbando al parking. Llegaba de nuevo tarde a la reunión.
La mañana se hizo eterna. Invitó a sus compañeros de oficina a unos deliciosos dulces como era costumbre ya entre ellos, y no dejaba de mirar su reloj. El teléfono vomitaba quejas por todos lados y tan solo pudo sonreír en una ocasión cuando su amiga Bea la llamó y la invitó a mirar el correo electrónico para que viera el regalito que le había enviado. Quedaron para verse en la sesión de Batuka de las 20:00. Eso la animaría, le daría aliento, era divertido saltar al ritmo de la música con esa belleza a su alrededor.
Entonces llegó el momento tan esperado. Se paró ante la cristalera que daba entrada al establecimiento. Abrió la puerta, cerró de nuevo, caminó sigilosamente observando a su alrededor y divisó una recepcionista que se encontraba en esos momentos tecleando en el ordenador. Miriam sonrió, impaciente. La chica la saludó. Tomó sus objetos personales y le comunicó que Luis, su pareja, había dejado pagado un masaje de una hora para ella. Les había hablado de sus problemas musculares y de su estrés y había recalcado la necesidad de insistir más en algunas zonas castigadas por la tensión y las malas posturas. “Luis recibe masajes dos días a la semana”, siguió explicándole, hecho que ella desconocía, “y le ha ido muy bien”. Esperaba que con esa sesión también ella saliera reconfortada. La hizo pasar a una estancia, y la animó a desnudarse.
Era un lugar agradable. Se respiraba un aire puro, limpio, con un ligero aroma de incienso en el ambiente. El hilo musical sonaba plácidamente también y se sintió cómoda en aquél lugar, aunque algo recelosa. Nunca antes nadie le había hecho un masaje, excepto Luís. Se dispuso a deshacerse de sus ropas pero con algo de temor. No había presencia humana alguna allí y no sabía muy bien a qué atenerse. Cuando se encontraba a medio desnudar, con el sujetador y las medias aún por quitar, una hermosa joven entró sonriente en el interior de la habitación. “Hola, me llamo Ana. Soy fisioterapeuta, conozco muy bien cada rincón del cuerpo humano y sé dónde duele más. Ya verás cómo sales de aquí nueva. Cuando me digas, empezamos”.
Miriam sonrió, se despojó de lo que le quedaba aún de ropa e hizo ademán de estirarse en la camilla para ella preparada. Notó como Ana colocaba una toalla en sus glúteos. Escuchó también correr el agua de un grifo situado detrás suyo, y los pasos de la fisioterapeuta acercándose de nuevo a ella. Algo frío le recorrió la espalda. Era crema, sin duda, o aceite, qué más da. Se quedó con la impresión. La piel de gallina inundó su cuerpo. “Ahora cierra los ojos y relájate”, escuchó decir de la dulce voz de Ana. Y sus dedos acariciaron su nuca, iniciando un masaje suave, primero por las cervicales, el trapecio izquierdo y hombro, para ir presionando poco a poco toda la simetría de su cuerpo, a ambos lados de su tronco.
Alguien abrió la puerta sigilosamente. Un guapo hombre, de unos 30 años, las saludó cariñosamente. Era tremendamente atractivo y desprendía un olor a perfume matador, penetrante. Cerró los ojos de nuevo, sintiendo las yemas de los dedos de Ana contactar con cada uno de los poros de su piel. Respiraba algo agitada, se retorcía escandalizada por el juego de esas manos paseando por la piel de su espalda. Álvaro las miraba atentamente, las vigilaba. Y ella se sintió desconocida, poseída de una excitación extraña, poderosa. Su mente estudiaba la posibilidad de verse sexualmente atraída por una mujer, hecho que le hubiera resultado insospechado hasta el momento pero que le acechaba ahora. No conseguía relajarse como le había dicho que hiciera Ana, su cuerpo se encontraba abierto a esas nuevas sensaciones que estaba en ese preciso momento experimentando. Su espalda ya había sido untada de friegas lo suficiente para dejar paso al contacto de sus manos con las caderas. El cosquilleo de la toalla al ser desprendida de sus glúteos la estremeció imprevisiblemente. Y un instinto de abrir algo más las piernas la excitó por entero. Álvaro acarició su pelo con sencillez extrema. Abrió los ojos para verle mejor y vio en él el deseo, marcado en sus pupilas. Y no le quedó más remedio que volverlos a cerrar al sentir un escalofrío perfecto al notar los dedos rozándole sus glúteos de nuevo, acercándose temerosamente a esa zona prohibida, primero a su ano, después a su vulva, abierta ya de par en par.
Ana la invitó a darse la vuelta. Unas lágrimas de emoción recorrían ahora su rostro. Sus pechos se mostraban en su esplendor. Ella masajeaba ahora sus párpados, su nariz, sus mejillas, se acercaba a su boca mientras él continuaba paseando sus dedos por su larga cabellera. Dos dedos ardientes de calor abarcaban su cuello y sintió la humedad de una lengua en un lóbulo de la oreja. Se notó inquieta en esa posición, no entendía muy bien qué es lo que estaba pasando verdaderamente pero le agradaba, sí, mucho le gustaba. La lengua corría veloz hacia su boca, buscándola con veneno atroz, y mientras tanto las manos de Ana pellizcaban valientemente los pezones de sus mamas, atribuyéndoles aún más perfección. Quiso buscar con sus manos algo a lo que mostrar su afectividad, su entrega, y notó el duro miembro de su adversario, el joven chico que en un principio la fulminó. Éste la miró a los ojos, buscando su aprobación, y a continuación se quitó la camiseta mostrándole un torso atlético, joven, bello, muy bello.
Por un momento pensó en ese juego malévolo al que se había visto arrastrada de la mano de su esposo. Le parecía increíble que Luís conociera los masajes que en ese lugar se llevaban a cabo... pero entonces reparó en que él también debía compartir, entonces, su cuerpo con otras bellas mujeres, u hombres. Y lejos de enfadarse esta idea le sirvió para acrecentar aún más el deseo que la mataba por dentro.
Ser objeto de tan variadas sensaciones le subió la autoestima. Notaba la lengua de Ana mordiendo sus pechos, mojar su abdomen y pararse un momento en su ombligo buscando aliento. A su vez, Álvaro introdujo su lengua en la suya iniciando un juego de enredos que se multiplicaba cada vez más. Sus manos no paraban quietas: le agarraban dulcemente su cabeza, sus cabellos, le acariciaban sus orejas, le envolvían su cuello notando el placer de ese beso morboso acompañado del compás frenético de las manos femeninas que andaban ya rozando su vello púbico. Vió en los ojos de Ana encenderse la llama del deseo. Nunca antes había visto una mujer caliente. Se quitó su bata blanca y descubrió que no llevaba ropa interior. Mostraba unos pechos preciosos, con una marcada areola negra apoderada de unos duros pezones esperando su goce, su pasión. La miró insinuándole con su mirada que fuera a más, que prosiguiera su camino sin detenerse. Ana le abrió las piernas, y sumergió su lengua en el interior de su sexo, abriéndole sus labios aún más, esperando notar el torrente húmedo de su interior. Un gemido de placer se le escapó. Estaba muy caliente, si, ¡qué delicia sintió! Esperaba ansiosa el ápice de su lengua colocarse en su erecto clítoris. Eso le gustaba tanto que de tan solo pensarlo se estremecía de gozo, y lo sintió, sí, sintió correr sus líquidos por su vagina, humedeciendo su clítoris también como un volcán en erupción. Un calor intenso recorría enteramente su cuerpo que se movía exteriorizando su excitación. Y entonces vio como él se dirigía hacia Ana, sin quitarle la mirada de encima. Reparó en que existía un espejo estratégicamente colocado que permitía seguir los movimientos de él a la perfección. Vio como sus dedos buscaban el clítoris de ella y iniciaban un baile a su alrededor. Se fijó en el rostro de Ana y vio un suspiro salir de su interior. Tras un primer descanso ella volvió a ofrecerle el placer a ella, con su lengua de nuevo en su interior. Empezó despacio, pinchando su clítoris e introduciendo los dedos en su vagina. Se paraba extenuada por el placer que recibía de él, que la seguía mojando frenéticamente. Miriam sentía que se iba a correr de un momento a otro, e inició un lenguaje de gemidos que aún caldeaban más aquella situación. Y empezó a venirle ese gusto, ese gusto desgarrador, emitiendo sonidos muy excitantes que hicieron correrse también a Ana, casi al unísono, y con mucho calor.
Cuando su cuerpo encontró el sosiego, abrazó a Miriam y la besó, salvajemente, con decisión. Álvaro las miraba, asombrado, muy cargado ya por la pasión. Decidió acercarse a Míriam de nuevo y le pidió que se incorporara. Ella así lo hizo, abrazada aún a Ana, que le susurraba algo con su dulce voz. Un beso las unió de nuevo, rodeándolas de amor y Míriam buscó el miembro viril para acariciarlo ahora más que nunca, sin más dilación, mientras recibía de nuevo las caricias de Ana en su sexo abierto, rodeado de ese penetrante olor. Veía surgir un nuevo lenguaje entre ellos dos, ahora arrastrado por el deseo de sentirlo dentro, hurgando en su interior. Deslizó su glande suave pero persistentemente hasta quemarle la razón y entonces Álvaro la cogió en brazos montándola con decisión. Su pene duro y grande, fulminante y en su ardor, entró suave pero ferozmente, provocándole un torbellino de ilusión. Miriam se agarraba a su cuello con fuerza, mordiéndole su oreja, esperando verle correrse de satisfacción, y notaba que su cuerpo se contorneaba de gusto, no alcanzaba la razón. Ana los miraba tocándose por entero, estremeciéndose consigo misma de dolor. Y él gemía de alegría, gemía de desesperación, alargando esa espera tan deseada, provocando en ella otra tormenta de pasión. Y sedujo su clítoris de nuevo, al mismo tiempo que su pene estaba ya harto mojado de los líquidos de ella. Y el orgasmo llegó excelso, primero a ella que gritó de felicidad y estupor, después desgarrando una fuente de semen esparcido en su interior. Dos cuerpos extasiados uno frente al otro mirándose con pasión, se quedaron contemplando el momento de máximo éxtasis de Ana corriéndose a más no poder viéndolos a los dos.
Dejó las llaves del coche encima de la estantería y se miró en el espejo del recibidor. Una ducha calentita la estaba esperando. Sonrió pensando en ese cumpleaños que tanto rencor le había traído de buena mañana. Y pensó que la vida nos ofrece sorpresas difícilmente asumibles en un instante, como la recibida de estos seres desconocidos en el centro de estética donde se sintió ella misma, sin ningún rencor.
Rocío Ávila, Rubi, 30/1/2008
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