Sin rumbo, descalza, desnuda para sus adentros, con la mirada bien alta y un mp3 como excusa para seguir recorriendo el camino. Así era ella, en ese momento, mágico en cierto sentido, infantil en otros. No percibía las pisadas de nadie tras de sí, tan solo escuchaba la voz de sus pensamientos, y uno era su objetivo: ser ella misma, ahora, en ese preciso momento de madurez y valentía. ELLA, sin los miedos que la habían sucumbido durante tantos años, sin la mochila pesada de estar por casa que tanta carga le suponía, y que la había sumido en un letargo de más de cien años de inseguridad y desamparo. Por fin la seguridad de haber dado con el secreto de su vida la había arrastrado hasta el deambular de una tarde gélida de invierno. Su música preferida era la sonrisa abierta que desbordaban sus labios, la quietud del alma de saberse inmortal para ella misma. En resumen, la felicidad de no esperar nada más a cambio porque ya se tiene absolutamente todo: ser, existir.
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