diumenge, 3 de gener del 2010

Al límite en un vagón.

Recorría pensativa el Paseo del Ferrocarril buscando ansiosa la tarjeta de tren oculta entre los bolsillos de su abrigo. Siempre pasaba igual. Era inevitable ese retraso de los movimientos de los dedos a primera hora de la mañana cuando el vagón repleto de gente se disponía a tomar rumbo Barcelona en pocos minutos. El bullicio de las almas agolpadas en la puerta del ascensor hacía presagiar la pérdida de ese tren. Y no, no lo podía permitir. El siguiente no pasaba hasta las 8:21h. No podía llegar tarde a esa entrevista. Era preciso tomar cartas en el asunto.

Incrédula, decidida, impulsivamente, se adentró con fuerza en el interior del tren empujando ferozmente a un joven estudiante universitario ataviado con sus libros y apuntes de última hora. “Perdona”- le dijo, y el chico mostró una sonrisa disfrazada de hastío hueco que le dejó sumiso en aquella postura flácida del recién acabado de despertar.

Adriana se sumió en un letargo de pensamientos durante al menos un cuarto de hora. No entendía el cansancio que acusaba su mente. Se mostraba indiferente a los ruidos de los MP3 de los demás, o a los periódicos tirados en el suelo por doquier. No le inmutaba tampoco el aviso estupefaciente del intercomunicador advirtiendo de la próxima parada: “Sant Cugat”. Faltaba al menos veinte minutos para llegar aún a Provença, y el móvil sin sonar. La espera era demasiado excitante. Necesitaba saber de antemano cómo iba a transcurrir la reunión para tomar una decisión a tiempo. Era crucial que Ramirez le comunicara las últimas noticias YA. Y el reloj se relentecía sin saber por qué.

El calor en el interior del vagón era sofocante. La calefacción le ahogaba la garganta miserablemente. Uf, qué pesadilla, ¡por Dios! Levantó la cabeza intentando descubrir algún rostro conocido entre la muchedumbre pero no fue posible intercambiar unas palabras con nadie. Sola, se encontraba sumamente sola. Y necesitaba volcar ese nerviosismo suyo con alguien. Un niño lloraba quejumbroso al fondo del vagón. Eso le recordó inevitablemente la rabieta matutina que su hija Andrea había tenido hacía apenas una hora. Maldita terquedad! Intentó buscar aliento en algún rostro masculino. Siempre era fácil que un hombre la mirara. Su rostro llamaba poderosamente la atención. Sus ojos vivarachos y tristes, maquillados con rimel a la perfección, dejaban boquiabiertos a los sujetos más ansiosos. Y ella lo sabía. Y necesitaba que un hombre la mirara hoy más que nunca, necesitaba sentirse deseada por alguien y realizada como mujer.

Caras de agobio, de aburrimiento, de sueño, de suplicio por la llegada al mismo trabajo de todos los días... eso era lo que sus grandes ojos admiraban. Nada más. Nada interesante se mostraba ante su curiosa manera de ver la vida. Pero no, estaba equivocada. Algo la llamó poderosamente la atención. Al fondo mismo del vagón, justamente enfrente del niño llorón que hacía unos instantes se revolcaba insistente ante su madre. ¡Era él, si, cómo no lo había visto antes! Era Ale, sí, el auxiliar bibliotecario, aquél chico nuevo que hacía tan solo unos días se encargaba de la sección infantil de la biblioteca municipal. Giró la cabeza intentando evitar que su mirada se cruzara con la suya. Era demasiado atractivo para ella. No, no podía acercarse a él. Su corazón empezó a latir apresuradamente. No entendía lo que le pasaba. Volvió a mirar tan solo un instante. Ya no estaba allí. ¿Cómo podía haber dejado perder ese rostro perfecto, esos ojos azules intensos de calor? Su mente se sentía confundida y su vista buscaba desesperada la manera de encontrarlo aún a su alrededor. Le asaltó de inmediato un deseo enorme de arrimarse a él, de rozar su abrigo azul de pana y dejarse mecer por la melodía de sus tiernas palabras. Tenía una voz demasiado varonil para la función que tenía asignada en la biblioteca. No es que le sentara mal contar cuentos, no; era tan solo que sencillamente era más atractivo a las madres que a los propios niños. Y pensando en estas cosas tuvo ganas de quitarse el abrigo, hacía mucho calor, demasiado calor.

Atrapada en este círculo de inciertos pensamientos sintió un escalofrío recorrerle toda su columna. Alguien se ajustaba tras ella buscando un sitio mejor. Se giró de inmediato con la intención de distanciarse algo de ese cuerpo extraño que la amenazaba misteriosamente. No lo pudo evitar. Un chasquido surgió de su voz. Era él, otra vez. Era él, atrayentemente vestido, mirándola con devoción. No supo qué hacer. Se avergonzó de lo que sentía. No podía ser, no. No podía reconocerse a si misma que se sentía terriblemente excitada por la presencia de aquél hombre. Sus sensaciones empezaron a trastocarla locamente: no sabía si debía bajar apresuradamente del tren, sin dilación, o si por el contrario debía aceptar de buen grado ese intento de acercamiento que le proponía ese desconocido. La tentación era grande. Notó un extraño nerviosismo en sus genitales. Eso no era propio de ella. Excitarse en un tren no era propio de ella, no, no podía estar pasándole. Pero, sí. Notó esa locura en su mente, notó sus pechos duros a reventar, notó que le flaqueaban las piernas y el instinto de cerrar los ojos a una nueva experiencia la derrumbó. El olor de ese hombre la sumió en la desesperación, sus manos buscando las suyas por entre los montones de bolsos, maletas y demás. Le hicieron perder el control. La excitación de lo desconocido iba in crescendo. No podía dejar de sentir un estremecimiento que le recorría todo el cuerpo. Un cosquilleo ingenuo recorrió su nuca, unos besos más que otros se dejaron escapar algo más abajo intentando alcanzar un escote muy bien disimulado tras la gabardina que finalmente no había podido abandonar. Se giró para ver de cerca esos labios tan presuntamente ejercitados. Los labios de él se mezclaron fuertemente con los suyos, buscando ardientemente un lazo mejor, una unión descontrolada amenizada progresivamente por el juego de sus lenguas en un beso de pasión, de deseo aún mayor. De nuevo ese olor la transportaba, ya nada había a su alrededor. Ahora sintió sus manos acariciándola despacito por la espalda, desabrochándole el sujetador. Sus pezones ya eran picos, gozosos de calor. Y sus grandes manos los recorrieron, haciendo círculos a su alrededor. Ese gesto la hizo desear más, desear un encuentro sexual mejor, eso no se podía aguantar más, era fuego abrasador. Sentía un nerviosismo en su abdomen, sentía que sus manos se iban acercando cada vez más a ese lugar misterioso de su sexo en flor, y pensaba dichosa en cuánto tiempo era necesario para alcanzar la máxima excitación. No podía más, apretaba su boca contra el hombro de él para evitar ser descubierta al gentío ensordecedor. Necesitaba exclamar su gozo, su gusto, ¡oh, por Dios! Notó sus dedos bajándole por el interior de su pantalón. Buscaban nerviosos ese clítoris en erupción. Y con un leve masaje se sintió morir de satisfacción. Parecía que nada pasaba pero ambos eran una bomba de explosión. Estaba a punto de correrse por ese masaje vertiginoso que él efectuaba sin apartarse un momento de ese bello rincón, cuando la humedad de su sexo estalló a su alrededor. Sus piernas se abrían, necesitaban un consuelo mejor pero era bien difícil asumirlo allí. Se disgustó al pensarlo, sintiendo de nuevo como él la atraía hacia si, notando su miembro también bien duro. Y él introdujo sus dedos más adentro, su vagina por fin se abrió, iniciando un rítmico compás. Ella le susurró que siguiera, que la llevara a esa orgía de placer, él la miraba sonriente esperando ver en ella un gesto más de satisfacción. Y le decía que se corriera, si, córrete por favor, moja mis dedos de tus líquidos, mójame con tu excitación, olvídate de la gente, sueña que soy yo el que te penetro adentro, muy adentro, con mi pene en extrema ebullición. Déjame que con mi lengua te recorra enteramente, una y otra vez, tus tobillos, tus piernas, tus muslos, tus ingles, tu sexo por fin, toda tu, y escuche de tu alma correr tintas de sudor. Sé salvaje con tu cuerpo, que aquí estoy yo, sintiéndote al completo. Y así llegó, así Adriana se adentró en un mundo donde no se apreciaba el color, tan solo los olores de un sexo abrasador. Un orgasmo tremendo inundó toda su alma, un orgasmo creciente que no la dejaba respirar, que le quemaba toda por dentro, la ahogaba a la perfección, y no pudo evitar soltar un alarido agudo de tremenda plenitud. El semblante en su cara era ahora el de una perfecta relajación, acosándola por la mirada de su interlocutor.

Abrió los ojos y se percató que había poca gente ya en el vagón. Buscó a Ale, su salvación, y no lo encontró. Miró el letrero y se dio cuenta que apenas quedaban dos paradas para llegar a su destino. Algo descompuesta, intentó averiguar qué diantre había pasado. Se sintió algo incómoda, mojado aún su tanga y algo exhausta después de ese acto extraño de placer. Pero, ¿había sido real o simplemente era producto de su imaginación? Cruzó la puerta dirección al andén. Ya nada más se supo de esa atracción.

Rocío Ávila, Rubi, 22/1/08